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El carácter penal de las decisiones de la administración en ejercicio del poder de policía: ¿hacia una penalización del derecho administrativo?

27/06/2013 | Artículos

Autor: Rodríguez Estévez, Juan María
[ED, 199-763]


I El problema

El punto central de discusión que motiva el voto en mayoría del fallo ’Gagnotti, Santiago Juan c. Gobierno de la Ciudad - Dirección de Educación Vial y Licencias s/amparo (art. 14, CCABA) s/recurso de inconstitucionalidad concedido’ * viene dado por la decisión del Tribunal Superior de Justicia de la Ciudad de Buenos Aires de otorgarle, carácter de sanción penal, a una decisión de la administración pública en ejercicio del poder de policía.

Las proyecciones en el orden jurídico y político de dicho pronunciamiento no son menores, impactando de modo directo en la configuración del ejercicio del poder estatal a través de sus diversas vertientes y de modo específico en el ámbito del derecho administrativo.

En el presente marco sociocultural de expansión del derecho penal sobre áreas que le eran tradicionalmente ajenas, no deja de ser significativa la tendencia que marca el voto mayoritario en cuanto importa los estándares de implementación del derecho penal al ámbito del derecho administrativo.

Es decir, en un contexto en el cual el debate actual pasa por poner a prueba la legitimidad del derecho penal, principalmente por su carácter expansivo, este fallo traslada al derecho administrativo los parámetros propios del derecho penal, dándose el fenómeno que podríamos llamar penalización del derecho administrativo.

En este esquema, los presupuestos para la aplicación de una pena deberán estar presentes en el marco de las decisiones de la administración que restringen derechos individuales, generando el interrogante acerca del contenido residual que eventualmente le quedará al derecho administrativo.

En definitiva, el problema medular del debate pasa por determinar en qué medida resulta aceptable en el marco de un Estado Constitucional de Derecho orientado a fines, asimilar las consecuencias de los actos administrativos en cuanto materializan decisiones propias del poder de policía, con los estándares necesarios para la aplicación de una sanción de carácter penal.

Pareciera, por lo menos a esta altura, que dicha postura implica tornar ineficiente la actividad de la administración, además de configurar desde una perspectiva política más amplia, una infracción por defecto al principio de intervención del Estado en el contralor de ciertas actividades que le interesan asegurar para la consecución de sus fines específicos, de modo especial, el bien común político.

II Los hechos del caso

El Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires a través de una resolución emitida por el Director General de Fiscalización de Transporte y Tránsito, negó al interesado la habilitación como conductor profesional de servicio de transporte público de más de ocho pasajeros.

El argumento central de la Administración era la condena firme a prisión perpetua, luego conmutada por la de 25 años de prisión, que registraba el solicitante por ser coautor de los delitos de robo simple reiterado, robo calificado, robo simple y lesiones leves calificadas, y homicidio calificado, todos en concurso real.

La obtención de licencias para conducir automotores destinados al servicio de transporte de pasajeros (clase D) se encuentra regida por la ley de tránsito 24.449 [EDLA, 1995-A-101], la cual en su art. 20 establece que en caso de que el solicitante cuente con antecedentes penales se le denegará la habilitación en los supuestos que la reglamentación determine.

A su vez, la reglamentación diferencia diversos grupos de casos dentro de la denominada clase D, especificando que al tratarse de transporte de escolares o niños, se prohíbe el otorgamiento de la licencia cuando el solicitante tenga antecedentes penales relacionados a delitos con automotores en circulación, contra la honestidad, la libertad o integridad de las personas, o que a criterio de la autoridad concedente pudiera resultar peligroso para la integridad física y moral de los menores.

Para los restantes supuestos, es decir cuando no se trata de transportes de escolares y niños, la autoridad jurisdiccional establecerá los antecedentes que imposibiliten la obtención de la habilitación.

III El voto de la mayoría: el holding del caso

El argumento central de la mayoría pasa por la interpretación que se le asigna al principio de legalidad.

El aspecto nuclear del voto, encabezado por el doctor Muñoz, radica en destacar que la legislación de tránsito y su correspondiente reglamentación no prevén de modo específico la limitación a la que hace referencia la Administración al negar la concesión de la licencia.

En definitiva, en ausencia de una norma reglamentaria general previa que fije las condiciones para acceder a la licencia profesional específica, la Administración carece de facultades para establecerlas por vía de la creación de una regla individual restrictiva. Concluye la argumentación señalando que no resulta admisible aplicar la analogía para restringir un derecho.

El voto del doctor Maier avanza aún más en esta línea, asimilando la decisión administrativa a la pena de inhabilitación prevista en el art. 5° del cód. penal. Así, razona que tal tipo de inhabilitación debe ser impuesta habitualmente por condena —inexistente en el caso—, específicamente con fijación temporal precisa, por juicio público, presidido por jueces competentes, y fundada en ley anterior al hecho del proceso. Resalta que en el caso particular se trata de la imposición de una pena por reglamentaciones administrativas.

IV El voto de la disidencia

Preliminarmente, cabe tener en claro que el voto particular configura una disidencia de principios. En efecto, comienza por negar el carácter de pena a la decisión de la Administración, señalando que no toda restricción de los derechos e intereses de una persona constituye una pena. En el caso concreto, entiende que la decisión de la administración implica una limitación razonable del derecho a trabajar y ejercer la industria.

El fundamento de dicha conclusión radica en la materialización del poder de policía de la Administración en la regulación de una actividad pública que le interesa controlar, la cual en el caso concreto pasa satisfactoriamente el test de constitucionalidad. Es decir, se trata de una razonable limitación jurídica en atención a preservar los intereses de la comunidad.

Asimismo, el doctor Casás aborda otro punto crítico del caso: el alcance del término legal autoridad jurisdiccional. Ello pues, en cabeza de ésta, la reglamentación ha confiado la determinación del tipo de antecedentes penales que obstruirán la concesión de la licencia específica.

Sobre este punto, pone de relieve que la falta de previsión abstracta y general de los antecedentes penales impeditivos para la concesión de la licencia de que se trata, remite al ejercicio de facultades de carácter discrecional de la administración que integran el poder de policía local, lo cual no es sinónimo de antojo o capricho, sino de sensatez, cordura y buen juicio, quedando lo decidido siempre sujeto a control judicial. En el caso concreto, entiende la disidencia que la valoración llevada a cabo por la administración era razonable y por ende constitucional.

V Valoración del caso desde una perspectiva crítica

El caso se presenta como una oportunidad inmejorable para reflexionar sobre algunos puntos esenciales de la argumentación judicial a la hora de implementar principios básicos de dogmática penal y política criminal, como para analizar el modo en que los principios penales se integran en estos dos niveles.

Desde el plano teórico, el diferente modo de resolución del caso obedece a una profunda y diversa contradicción de principios y fundamentos.

En efecto, desde un plano meramente formal y axiomático, el voto de la mayoría presenta una logicidad externa que en una primera aproximación superficial puede seducir por su coherencia sistémica.

Así, la premisa principal de la cual parte es que la decisión administrativa de no conceder la habilitación específica tiene el carácter de sanción penal. Por ende, de modo coherente con ese punto de partida, le son exigibles los requisitos del principio de legalidad con el mismo alcance que al derecho penal.

Nadie duda de que la decisión de la administración resulta una restricción a un derecho del justiciable, tampoco se ha puesto en duda la facultad del Poder Judicial de revisar y controlar la constitucionalidad de dicho acto administrativo. El problema central es que dicha decisión no se trata de una pena.

Ahora bien, como la mayoría sostiene que estamos en presencia de una sanción penal, resuelve el caso resaltando que el principio de legalidad se ve afectado, pues las administraciones locales no han regulado de modo estricto y específico el tipo de antecedentes penales que impediría el otorgamiento de licencias especiales. Al no cumplirse con este presupuesto, la administración aplicó analógicamente una restricción de derechos.

De ser esto correcto, las proyecciones de tal razonamiento resultan, por lo pronto, irrazonables. En efecto, si la Ciudad de Buenos Aires, ya sea a través de la Legislatura o de su Ejecutivo, regula normativamente y de modo específico la supuesta laguna del ordenamiento jurídico, el problema que aún subsiste y sobre el cual no se argumenta en absoluto, es que tendríamos una pena regulada normativamente pero aplicada por la Administración, lo cual sería absurdo.

Precisamente, el problema radica en atribuirle el carácter de pena a un acto de la administración en ejercicio del poder de policía. De modo coherente con ello, las exigencias del principio de legalidad devienen axiomáticas y formalistas, quitándole operatividad al derecho administrativo.

Desde este esquema, se le niega a la Administración el juicio prudencial - valorativo a la hora de decidir una cuestión que hace al fin último de su tarea específica: el bien común. De este modo, la administración queda sin poder aplicar per se un orden normativo que por demás es claro en cuanto al ámbito de tutela, es decir, los antecedentes penales aparecen en la ley de tránsito como un óbice normativo axiológico para la concesión de este tipo de licencias.

Por otra parte, al interpretarse en el voto mayoritario el término autoridad jurisdiccional se lo hace en un sentido estrictamente formal. Por el contrario, no parece del todo irracional sostener que la autoridad administrativa es la autoridad jurisdiccional a la que hace referencia el decreto reglamentario, sobre todo teniendo en cuenta el principio de eficiencia que inspira o debería inspirar el funcionamiento de la Administración. Bien es sabido que el Poder Ejecutivo a través del poder de policía (entre otras herramientas) es el encargado de concretar el bien común en cada acto administrativo y dentro del marco que brinda el derecho positivo.

Así, en cada caso concreto la Administración estaba en condiciones de decidir, fundadamente, el otorgamiento de las licencias pertinentes, siempre y cuando dicha decisión constituya una derivación razonada del derecho vigente, conforme a las circunstancias de cada caso y cuando sean razonables las limitaciones jurídicas y no estén inspiradas en motivaciones de persecución o indebido privilegio, etc.

Otro punto que no puede escapar a este comentario es el político criminal e institucional, sobre todo teniendo en cuenta el nivel jerárquico del tribunal del cual el fallo emana.

Así, los jueces no pueden ser ajenos a las consecuencias de sus decisiones y al impacto que la mismas operan en la comunidad. En este orden de ideas, cabe preguntarse si resulta tan irrazonable denegar la autorización de conducir vehículos de transporte de pasajeros a quien cuenta con una condena a prisión perpetua vinculada a la lesión a bienes jurídicos básicos como la vida o la propiedad. Desde que los derechos no son absolutos, la decisión de la Administración no parece un exceso del poder de policía.

Otro punto llamativo es una de las conclusiones a las que llega el doctor Muñoz al señalar que su modo de resolver el caso no cancela el deber de las autoridades de la Ciudad de asegurar la integridad física de las personas en lo que hace, entre otros aspectos, a la regulación del transporte público.

Cabe preguntarse a esta altura, si la decisión de la administración no era justamente un modo razonable y preventivo, para cumplimentar dicha finalidad. Da la sensación de que la decisión de la mayoría priva a la Administración justamente de aquello que termina por exigirle.

Que quede claro, no estamos avalando una violación al principio de legalidad, ni un poder ilimitado de la Administración sobre los derechos de los ciudadanos. Simplemente buscamos llamar las cosas por su nombre: decisiones propias del poder de policía de la Administración sujetas al debido contralor judicial por un lado; y sanciones de carácter penal por el otro.

Desde esta perspectiva, el principio de legalidad tiene alcances diversos. Mayor flexibilidad en el caso del derecho administrativo, donde aparece orientado hacia la operatividad de la administración en la consecución del bien común; y mayor rigurosidad en la taxatividad para el campo penal, teniendo en cuenta precisamente las consecuencias particulares de su imposición.

VI La incidencia de los principios penales en el modo de resolver el caso

Más allá de las críticas al punto de partida axiomático del voto de la mayoría, resulta también oportuno hacer hincapié en cómo han sido tenidos en cuenta los principios penales a la hora de resolver el caso.

Claramente, aparecen aquí en conflicto las tensiones inherentes al derecho, esto es, la antinomia entre libertad y seguridad, entre prevención y garantías, entre legalidad y política criminal.

En otros términos, la discusión se puede reducir al conflicto entre el principio de bien común político y dignidad de la persona humana, o más específicamente entre eficiencia o prevención y garantía.

El problema del voto de la mayoría es que los contrapone de modo irreducible. Sobre este punto, vale la pena recordar la doctrina de nuestro más alto tribunal cuando señala que es erróneo plantear el problema de la persona y el bien común en términos de oposición, cuando en realidad se trata más bien de recíproca subordinación y de relación mutua.

Cuando dos principios entran en colisión (eficiencia y garantía son dos principios fundamentales) uno de los dos tiene que ceder ante el otro. Pero, esto no significa declarar inválido al principio desplazado ni que en el principio desplazado haya que introducir una cláusula de excepción. Más bien lo que sucede es que, bajo ciertas circunstancias uno de los principios precede al otro. Bajo otras circunstancias, la cuestión de la precedencia puede ser solucionada de manera inversa.

En definitiva, se trata de una cuestión de peso, prima el principio con más peso en el caso concreto. El voto en disidencia tuvo bien en claro esto.

Por otra parte, el voto mayoritario aplicó el principio de legalidad en su aspecto más formal y desprovisto de toda cuestión axiológica. Esto es, sin tener en cuenta la finalidad de la regulación de la actividad pública en cuestión, dándole al término autoridad jurisdiccional un alcance desprovisto de contenido material, y negando a la administración todo tipo de implementación valorativa del ordenamiento jurídico dentro de un contexto normativo bien claro (aunque no con el nivel de exhaustividad que pretende la mayoría).

El caso analizado ha puesto de manifiesto que el verdadero desafío de la política criminal de nuestro tiempo es alcanzar un sistema de administración de justicia que al momento de aplicar el ordenamiento jurídico vigente tenga bien en claro en qué marco político actúa y cuáles son las consecuencias institucionales de sus resoluciones como actos comunicacionales de sentido. El voto en disidencia también parece haber asumido esta perspectiva.






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